Sobre el evangelio de Juan 20, 19-31 (II Domingo de Pascua - Ciclo A)
Hace tan solo una semana nos reuníamos como comunidad de discípulos de Jesús para celebrar la Pascua, para celebrar el triunfo de la cultura de la vida sobre aquellas fuerzas que, tercamente, siguen sembrando muerte y destrucción (permítanme no decir “cultura de la muerte” porque, si es cultura, solo es para generar vida); para celebrar, con gozo, que la muerte no tiene la última palabra sobre la humanidad porque Dios, el Padre compasivo, la ha vencido a través de la vida de su Hijo. Con esta certeza celebramos la Pascua convencidos que estamos llamados a defender nuestra alegría y a cantar nuestra esperanza.
Las lecturas de este segundo domingo de Pascua sugieren, entre otras, estas reflexiones sobre las actitudes que nos pueden ayudar en nuestra misión de ser artesanos de la vida nueva que trae consigo la Pascua y que, de alguna forma, testimonian los frutos de la resurrección entre nosotros.
Comunidades vivas y comprometidas con la justicia. Los Hechos de los Apóstoles (2,42-47) ofrecen uno de los primeros indicadores de cuándo una sociedad humana está viviendo según la lógica del Dios de la Vida. Cuando en el estilo de vida de las comunidades la compasión y la preocupación por los débiles y por los últimos están en los primeros lugares de la agenda, propiciando una cultura de la solidaridad y de la austeridad compartida, ninguno de sus miembros pasa necesidad y todos pueden participar y disfrutar de los bienes de la creación que Dios ha hecho para todos. Los primeros cristianos ponían todo en común y nadie pasaba necesidad.
Hay un segundo indicador sugerido por Lucas en los Hechos. La fuerza motivacional de la comunidad para trabajar por la justicia no es mera filantropía, surge del encuentro contagioso con un Dios compasivo que se implica hasta el final con la humanidad. Un Dios apasionado por la vida y que sigue apostando por ella. Por eso, para la primera comunidad, es significativo reunirse para orar y celebrar la cena de la fraternidad, es ahí
donde encuentran la fuerza para seguir en el tajo de la construcción del reino.
Porque creemos en la fuerza del resucitado seguimos trabajando en la creación de comunidades comprometidas con un mundo más justo y más humano. Comunidades de perdón. Uno de los signos más evidentes de que en una comunidad se vive la lógica del Resucitado es la capacidad de perdonar y de tender puentes de reconciliación. “La paz con vosotros… a quienes perdonéis…” El triunfo de la vida tiene mucho que ver con el perdón, con ser capaces de vencer la tentación del odio y del rencor para abrazar con generosidad y sin miedo al quienes nos han ofendido. Jesús no le echó en cara a Pedro las negaciones, no maldijo a los que lo entregaron, su palabra siempre fue “Perdónalos…”
Porque creemos en la fuerza del resucitado queremos apostar por una sociedad reconciliada, por trabajar en la unión de los desavenidos y en la eliminación de las barreras y vallas que separan a unos hermanos de otros.
Comunidades de fe. Los contextos de persecución o de pérdida de relevancia social pueden hacer tambalear nuestra fe. Cuando la fe se hace dubitativa solemos recurrir a la seguridad que nos ofrecen la solvencia económica, el poder político o la buena imagen pues esas cosas las podemos ver y son verificables socialmente. Eso le pasó a Tomás, quiso tener una fe manejable y verificable. Sin embrago, nosotros seguimos a un Dios que se manifiesta en el silencio de los largos procesos de trasformación social, en un Dios que no necesita probar su presencia con grandes alardes sino que, como el agua en la esponja, se va haciendo presente como el que vive a través de las comunidades que se hacen testigo de su vida.
Porque creemos en la fuerza del resucitado tenemos la certeza de su presencia activa y permanente en la comunidad. No necesitamos ver para saber que él está vivo entre nosotros.
Javier Castillo, sj
Director del Centro Loyola de Pamplona
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