Reflexiones sobre el evangelio de Lucas
24, 13-35
(III Domingo de Pascua - Ciclo A)
No hay
testigos de la resurrección pero si hay múltiples testigos de la presencia del Resucitado.
En cada uno de los encuentros de Jesús con las personas que le acompañaron en
sus tres años de vida pública, y que ahora se convierten en testigos, hay toda
una catequesis acerca de cómo hemos de vivir la resurrección. Había una
tentación en los primeros discípulos de centrar su gozo en el hecho de la tumba
vacía y de entender la resurrección como un triunfo frente a los que mataron a
Jesús. Pero la resurrección va más allá, la alegría se funda en la experiencia
de sentir una fuerza transformadora que los hace capaces de vivir de acuerdo
con los valores del Reino y de ser testigos ante los hombres del nuevo modo de proceder
que aquellos valores exige. Esto es lo que San Ignacio, en la cuarta semana de los
Ejercicios, denomina como los maravillosos
efectos de la resurrección.
El domingo
pasado, a partir de la experiencia de Tomás, resaltábamos tres efectos del resucitado
en la comunidad de discípulos: el primero se reflejaba en la atención de la comunidad
a los últimos, a los más pobres y desfavorecidos. El segundo, en la capacidad de
comprometerse con el perdón y la reconciliación como fundamentos de una paz duradera
y, el tercero, en vivir una fe que supere la necesidad de las pruebas.
En este
tercer domingo, el encuentro con el resucitado nos sugiere otros tres efectos:
Reavivar la esperanza. El fracaso y la decepción ocasionados
por el proceso de prendimiento y ejecución de Jesús, su Maestro, habían hundido
a los discípulos de

Reavivar el fuego. El segundo efecto del encuentro con el
Resucitado consiste en el renacer de la ilusión, del gozo y de la utopía que
hace sentir que la vida cobra un nuevo sentido y que vale la pena entregar lo
mejor de cada uno para colaborar en la construcción de un mundo a la manera de
Jesús, un mundo capaz de hacer felices a muchos porque el tiempo de la muerte
ha pasado y el tiempo de la vida digna comienza a florecer. Los discípulos, que
venían con el rostro entristecido y el corazón huérfano, van sintiendo en cada
palabra de Jesús cómo de las cenizas causadas por el dolor empieza a nacer un
fuego nuevo que llena de ardor sus corazones. Ese ardor se traduce en una
capacidad sin medida de trasmitir el gozo del Evangelio, no a través de la imposición
de una doctrina sino por medio de la atracción que suscita ver a las personas que
han sido seducidas por un Dios que es compasivo y amoroso. ¡Cuando el
Resucitado nos inunda, el fuego de nuestro corazón enciende otros fuegos!
Volver a la comunidad. El tercer elemento es volver a la
comunidad, volver el seno de los hermanos desde donde estamos llamados a ser
testigos del acontecer de Dios en nosotros y en la historia. Jesús apostó, y
sigue apostando, por la experiencia comunitaria como uno de los elementos
fundamentales para anunciar y hacer creíble su proyecto del Reino. En una
sociedad donde se privilegie el individualismo y el “sálvese quien pueda” es
muy difícil que crezca la semilla de un mundo construido a la manera de Jesús.
Tres nuevos
efectos del encuentro con el Resucitado, que nos queda, poner ¡manos a la obra!
Javier
Castillo, sj
Director del Centro Loyola de Pamplona
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